jueves, 14 de abril de 2011

Escritos por capítulos, VII (Final)

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VII (Final)

Hace unos días empecé a trabajar una idea que se le escapó al sicoanalista en su última y primera revisión: intentar recordar mi último sueño sin un centavo de por medio. Resultó fácil recordar ese momento mágico tan anhelado. Hasta llegué a escribirlo:

Hace veinte años, en un día indeterminado de instituto, la profesora de Lengua y Literatura faltó a clase. Mis compañeros empezaban a forjar una sonrisa risueña mientras los rayos del sol se colaban y bailaban por las mesas. Las hormigas daban a entender al mundo que nuestra profesora no volvería en mucho tiempo y que, dada la magnitud del desastre, habría que solucionarlo. Las voces de las niñas se mudaban de un lado para otro y las tizas dibujaron figuras obscenas en la pizarra gracias a la ausencia de autoridad que sufría la clase. Hasta que un aura de extraña realidad se apoderó de la estancia al tiempo que entraba un hombre mayor con bigote gris y pelo rizado. Sonreía como si le hubieran dado un premio Nobel, o como si estuviera a punto de contar un chiste muy largo. Al principio nadie pareció reconocerlo, pero yo, amante de la literatura estaba alucinado, patidifuso, inerme, muerto. Llegué a creer que le di una pésima primera impresión pues, cuando viró sus ojos hacía el pupitre donde estaba sentado, se topó con mi mirada perdida, una cara de bobo que le proporcionaron la información suficiente para catalogarme como el tonto de la clase, o al menos, el que no se entera de nada. Escribió su nombre en la pizarra y todos quedaron también inermes, pero no asombrados: ¡Nadie sabía de quién se trataba! Yo por aquel entonces sólo había leído cinco de sus novelas. Me alucinó aquella forma de describir un mundo repleto de personajes mágicos, las frases magistrales que parecían sonar al pasear mi lectura entre sus letras y el carácter primigenio de sus relatos. Quedé atrapado entre su universo y el aula, entre sus facciones y las portadas de los libros. Asido a un bucle de visiones que paró cuando el nuevo profesor comenzó a dar la clase. El tema versaba sobre los recursos estilísticos e inició la explicación de las anáforas. Su voz me raspó el oído: errónea y real, sin ningún nexo en común con su otra voz, la voz de sus escritos, me decepcionó. Sin embargo yo seguía manteniendo los ojos tan abiertos al dios que tenía enfrente que no advertid las notas de opinión de mis compañeros sobre el nuevo profesor. Al terminar la clase, que era la última, salieron pitando. El profesor se quedó elaborando una nueva lista con la que memorizar mejor los nombres de sus nuevos alumnos. Estos habían dejado el aula desierta, huérfano el silencio de papeles esparcidos en el recreo y una excepción, yo. Gabo alzó la vista y me observó como lo hacen las madres cuando deducen de forma irresoluta cual es el marisco fresco de las pescaderías. “Chico, te has tirado toda la clase mirando a las musarañas, ¿acaso te has enamorado?” Casi lo hago en ese mismo instante.

Solo que desperté de un sueño en el que aparecía Gabriel García Márquez.

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3 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Habrá que psicoanalizar el sueño!


Mark de Zabaleta

Juan Manuel Rodríguez de Sousa dijo...

Muchas gracias Mark por seguir este texto, dan ánimos los comentarios.

Estoy de acuerdo, el sueño es lo único "Autobiográfico" del texto, me sorprendió tanto el realismo del mismo que enseguida lo escribí.

Soy mucho de recordar mis sueños. Aunque últimamente se me olvidan.

Saludos,

asere paria dijo...

y según iba hablando, el aula se fue impregnando de un olor intenso, dulce y seductor a guayaba madura...