Aquí, la recopilación del texto entero. Lo voy a llamar al final provisionalmente "Escrito de un sueño".
I
No he vuelto a soñar más con él, ni con nadie. Sólo con el dinero esparcido en mi alrededor. ¿Acabaré como ese hombre materialista, conformista, mediocre, como aquellos a los que se aferra la burguesía actual? Tengo miedo. Miedo a quien realmente deseo convertirme. Miedo, no de ser rico, sino de serlo, y de no hallar más que un abismo. Vacío presurizado, asfixia. Descuento porcentual y chicos. Al menos quedan los chicos, y el sabor de mi farmacéutico preferido jugando en la bolera. ¿En la bolera? Era martes, fui con mi amigo Luis bajo un cielo de amalgamas rosas y castañas repletas de gusanos. Sin grandes planes por delante, vimos una peli. Después de contemplar una tela negra coloreada por actores catalogados como estrellas y diálogos surrealistas, nos pusimos esos zapatos que te dan un aire de payaso de centro comercial. Y entonces me topé con él.
II
Allí estaba, con esas piernas invisibles a través del mostrador de la farmacia, y ahora al alcance de la vista, de espaldas, vestido con unos vaqueros que se a ajustaban más peligrosamente conforme iba doblando las rodillas para precipitar la bola en la posición correcta. Se me hizo tan imposible no aplaudir de forma apoteósica cuando hizo un strike, que llamé su atención. Podría estar pensando: menudo idiota, en cambio, se volvió seriamente (dientes separados, mirada de ojos negros, y nariz chatita) para comprobar de donde venían los aplausos. Quizás imbuido por el trato social deferente de “el cliente siempre tiene la razón” esbozó una sonrisa y pronunció al fin las palabras clave: “Hola, ¿qué tal?”.
III
Si soy capaz de fijarme en aquellos vaqueros, en esas piernas, ¿de verdad sólo me importa el dinero? No, no solo me importan las piernas y el dinero… me gusta la literatura, y disfruto los domingos por la tarde cuando mi amigo Luis me cuenta los secretos profesionales de su consulta psicoanalítica. Me agradan muchas cosas, aunque solo sueñe con millones de euros ingresados en una cuenta bancaria, la mía.
IV
La realidad, poco a poco, se ha convertido en un pequeño infierno, el tema me obsesiona. Mi amigo me ha recomendado no pensar más, no seguir dándole vueltas. Pero yo nací con cuernos, es decir, taciturno por naturaleza. Cuando resulta que estoy apunto de no seguir pensando más en el sueño, cuando por fin me encuentro libre de conciencia, de saber que no iré el infierno, de ratificarme como buena persona y no dudar mas de mi honradez, cuando siento que todo el mal se diluye como colacao en leche, me alcanza la noche, y ésta me recuerda mi único sueño y temor: ganar la lotería. Me acuesto tiritando, con las manos puestas en la colcha y los ojos relajados tal como indica la cinta de autoayuda que me recomendó un compañero de trabajo. Los párpados caen mientras con todas mis fuerzas intento librarme de aquellos papelillos. Imposible. Por ello, la única alternativa que encuentro es el insomnio. ¡Qué ganas de padecer!
V
Al final, me he rendido, y he debido acudir a un especialista. Mi amigo Luis se negó a psicoanalizarme, se limitó a recomendarme un compañero de profesión. Enrique Gómez González.
VI
El despacho de un sicoanalista no tiene desperdicio en las películas: bolitas de relajación, diván, diseño austero, muebles de calidad y toda una serie de objetos que han sido catalogados de inútiles por los profesionales españoles. Claro, somos como ellos, pero a lo cutre. Allí no había bolitas y mares dando vueltas, sólo papeles bajo un bote repleto de bolígrafos y dientes de clínica privada costeados con el dinero de los desgraciados que entraban por la puerta de aquella consulta.
En un primer momento, bien:
- Buenos días – dijo él.
- Buenos días – contesté yo.
- Manuel Pizarro, ¿Cómo quiere que le llame?
- Sí, soy yo.
- De acuerdo, a mi me llaman Enrique, cuénteme que le ocurre.
- ¿Tiene hora? – No fue apropósito, quería asegurarme de que no me timara.
Después la cosa fue realmente mal. Enrique quería hacerme ver que el dinero no era tan importante. (¡Cómo que no es tan importante!) Entonces viendo la certeza de mi afirmación me preguntó por otras aficiones. Sin embargo, después de cincuenta y seis minutos transcurridos, salí mareado, deprimido, inútil, robado. Supongo que la estrategia consistió en la famosa terapia de choque pero a mí me funcionó tan bien que no he vuelto a ir.
VII
Hace unos días empecé a trabajar una idea que se le escapó al sicoanalista en su última y primera revisión: intentar recordar mi último sueño sin un centavo de por medio. Resultó fácil recordar ese momento mágico tan anhelado. Hasta llegué a escribirlo:
“Hace veinte años, en un día indeterminado de instituto, la profesora de Lengua y Literatura faltó a clase. Mis compañeros empezaban a forjar una sonrisa risueña mientras los rayos del sol se colaban y bailaban por las mesas. Las hormigas daban a entender al mundo que nuestra profesora no volvería en mucho tiempo y que, dada la magnitud del desastre, habría que solucionarlo. Las voces de las niñas se mudaban de un lado para otro y las tizas dibujaron figuras obscenas en la pizarra gracias a la ausencia de autoridad que sufría la clase. Hasta que un aura de extraña realidad se apoderó de la estancia al tiempo que entraba un hombre mayor con bigote gris y pelo rizado. Sonreía como si le hubieran dado un premio Nobel, o como si estuviera a punto de contar un chiste muy largo. Al principio nadie pareció reconocerlo, pero yo, amante de la literatura estaba alucinado, patidifuso, inerme, muerto. Llegué a creer que le di una pésima primera impresión pues, cuando viró sus ojos hacía el pupitre donde estaba sentado, se topó con mi mirada perdida, una cara de bobo que le proporcionaron la información suficiente para catalogarme como el tonto de la clase, o al menos, el que no se entera de nada. Escribió su nombre en la pizarra y todos quedaron también inermes, pero no asombrados: ¡Nadie sabía de quién se trataba! Yo por aquel entonces sólo había leído cinco de sus novelas. Me alucinó aquella forma de describir un mundo repleto de personajes mágicos, las frases magistrales que parecían sonar al pasear mi lectura entre sus letras y el carácter primigenio de sus relatos. Quedé atrapado entre su universo y el aula, entre sus facciones y las portadas de los libros. Asido a un bucle de visiones que paró cuando el nuevo profesor comenzó a dar la clase. El tema versaba sobre los recursos estilísticos e inició la explicación de las anáforas. Su voz me raspó el oído: errónea y real, sin ningún nexo en común con su otra voz, la voz de sus escritos, me decepcionó. Sin embargo yo seguía manteniendo los ojos tan abiertos al dios que tenía enfrente que no advertid las notas de opinión de mis compañeros sobre el nuevo profesor. Al terminar la clase, que era la última, salieron pitando. El profesor se quedó elaborando una nueva lista con la que memorizar mejor los nombres de sus nuevos alumnos. Estos habían dejado el aula desierta, huérfano el silencio de papeles esparcidos en el recreo y una excepción, yo. Gabo alzó la vista y me observó como lo hacen las madres cuando deducen de forma irresoluta cual es el marisco fresco de las pescaderías. “Chico, te has tirado toda la clase mirando a las musarañas, ¿acaso te has enamorado?” Casi lo hago en ese mismo instante.
Solo que desperté de un sueño en el que aparecía Gabriel García Márquez.