sábado, 19 de abril de 2014

Cómo conocí a Gabriel García Márquez


“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”

Todavía recuerdo la mañana en la que adquirí su primer libro. Estaba cursando tercero de ESO (Educación Secundaria Obligatoria). Vivía en Benalmádena y estudiaba en el instituto Cerro del Viento. Tenía 14 años. Los profesores habían organizado una pequeña Feria del Libro en la biblioteca. A mí, por aquel entonces, me encantaba leer. Justo por aquella época estaba enfrascado con Tolkien. Era una historia tan inmensa, tanto por contenido como por continente, que logró proporcionarme todos los anclajes posibles para seguir enganchado a la Tierra Media. También, por esta misma época, leía mucha literatura romántica. Leí varios relatos de Danielle Steel, Rosamunde Pilcher, o Barbara Wood. Ya lo sé, no pegan, ¿qué hace un adolescente friki de El Señor de los Anillos absorbiendo viejas glorias de la novela rosa? Siempre he sido muy ecléctico, y no tengo prejuicios contra nada ni nadie. Y así fue como llegó Gabriel García Márquez. 

Aquel día de abril, la biblioteca estaba radiante, la luz se filtraba por las ventanas con una fuerza de retoño, como cuando nacen los brotes nuevos de la primavera. Era una modesta pero muy asequible y bien distribuida Feria del Libro. Los profes sabían poner sus dotes literarias y de ventas porque tengo constancia de que compré otras obras, quizás alguna de Lucía Etxebarría o Almudena Grandes que solían distraerme entre mundos fantásticos y pasajes de amores imposibles. Pero el único que recuerdo y que, ahora tengo en mis manos, es el de Cien Años de Soledad. Fue un primer flechazo, pues descansé la mirada sobre su cubierta sin reconocer al autor. Huelga decir que la edición del libro era y es muy bonita, el título, en negro con fondo beige. Justo arriba, en azul claro, el nombre del autor. Abajo, en la parte derecha, un dibujo de un indio de rasgos americanos atraviesa una selva; de cubierta bella y sencilla, el lomo está forrado por una especie de telita verde que lo hace muy agradable al tacto. Lo prendí embaucado por la belleza de su forma, desconociendo que había firmado un contrato de permanencia con aquel acto, un matrimonio indisoluble que todavía aún sigue consumándose. Y como en todo flechazo, existió un hada, a quien le estoy eternamente agradecido. Fue ella quien me lo presentó cuando lo hojeaba entre mis manos. Fue una recomendación espontánea: “ese es un libro maravilloso aunque podría ser un poco espeso, sobre todo por los nombres de los familiares que aparecen durante el relato”. Era Elena, mi profesora de Lengua y Literatura. Una mujer maravillosa, desbordaba candidez, y amor por las palabras que nos infundía a través de su voz e inteligencia. Es difícil, ahora que lo pienso con un poco de retrospectiva, que en unas clases de hormonados adolescentes suceda eso, pero es verdad que con el tiempo uno tiende a idealizar, o como decía el mismo Gabo: 

“La vida no es lo que uno vive sino como lo Recuerda y Como lo recuerda para Contarlo.”

Y las clases de Elena eran geniales. Ella, quizás sin saberlo, me dio el empujón para comprar el libro. Después, al terminar la hora del recreo, lo guardé y en clase de matemáticas lo saqué para echarle un vistazo. Recuerdo que, justo a mi lado, estaba sentado mi compañero Manu. Cuando vio los libros que había conseguido, me pidió prestado el de Cien Años de Soledad. Y comenzamos a leerlo juntos, disfrutando de la literatura y adentrándonos en el mágico Macondo en plena clase de matemáticas. En la siguiente hora, coincidió que teníamos Lengua y Literatura, y nada más ver a Elena, dejé de leer. Al final de la clase, pilló a mi compañero enfrascado en el libro, que había continuado con él sin avergonzarse. Se acercó a nosotros y comenzó a introducirnos en la historia, en la forma de escribir del autor. Nos dio a entender que lo mejor estaba por llegar, y nos previno del lio proverbial de nombres propios. Algunas ediciones --nos dijo-- vienen con un árbol genealógico incorporado. Ya por la tarde, tranquilo y tras echarme una buena siesta, me puse a leerlo. Al día siguiente, no podía pensar en otra cosa. Macondo iba entrando en mis venas cada tarde, sucesivamente. No sé cuánto tiempo tardé en leerlo, pero sí tengo calcada la sensación de un final extraordinario.

“Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”

Cómo llegar a ese final, tan nítidamente marcado en mi memoria, fue lo que me empujó a releer por tanto no ignoraba que muchos detalles se me habían escapado. Durante años, fui releyendo el libro, y ampliando aún más el mundo que había creado el genio con sus otras novelas. Aprendí mucho, me conocí a mí mismo y me inspiró en la escritura. Porque no sólo las historias me emocionaban. Con el tiempo, empecé a descubrir su estilo. Y no faltó intento para pretender ser igual que él. Escribir con el mismo ingenio y habilidad. Era claramente un deseo oculto de adolescente de catorce años. Una gillipollez. Además, si tengo que decirlo, no era muy diestro en esto de contar, era más bien torpe y no figuraba en las quinielas como promesa joven de la retórica. Aun así, cada vez que algo suyo caía en mis manos, se me despertaba la avidez de escribir, tanto con más voluntad que la vez anterior. Era una lucha continua pues sus otros libros fueron llegando, aunque siempre acabo por echarle un vistazo al origen del universo, a mis catorce años. Cien Años de Soledad me abrió las puertas a otra clase de literatura, a otro nivel y también me encaminó a esto que tanto me gusta: la escritura. Y sí, puedo decir que conocí a Gabo, lo conocí en sus historias, en sus escritos, pero también lo conocí en sueños: tuve la oportunidad de hablar con él. Curioso, en ese sueño, reescrito aquí, sustituía a mi profesora de literatura por un Márquez de edad mayor y con despierta inteligencia. Este el resultado de combatir el olvido de un sueño:

Hace unos años, en un día indeterminado de instituto, la profesora de Lengua y Literatura faltó a clase. Mis compañeros empezaban a forjar una sonrisa risueña mientras los rayos del sol se colaban y bailaban por las mesas. Las hormigas daban a entender al mundo que nuestra profesora no volvería en mucho tiempo y que, dada la magnitud del desastre, habría que solucionarlo. Las voces de las niñas se mudaban de un lado para otro y las tizas dibujaron figuras obscenas en la pizarra gracias a la ausencia de autoridad que sufría la clase. Hasta que un aura de extraña realidad se apoderó de la estancia al tiempo que entraba un hombre mayor con bigote gris y pelo rizado. Sonreía como si estuviera a punto de contar un chiste muy largo. Al principio nadie pareció reconocerlo, pero yo, amante de la literatura estaba alucinado, muerto. Llegué a creer que le di una pésima primera impresión pues, cuando viró sus ojos hacía el pupitre donde estaba sentado, se topó con mi mirada perdida, una cara de bobo que le proporcionaron la información suficiente para catalogarme como el tonto de la clase, o al menos, el que no se entera de nada. Escribió su nombre en la pizarra y todos quedaron también inermes, pero no asombrados: ¡Nadie sabía de quién se trataba! Yo por aquel entonces sólo había leído cinco de sus novelas. Me alucinó aquella forma de describir un mundo repleto de personajes mágicos, las frases magistrales que parecían sonar al pasear mi lectura entre sus letras y el carácter primigenio de sus relatos. Quedé atrapado entre su universo y el aula, entre sus facciones y las portadas de los libros. Asido a un bucle de visiones que justo paró cuando el nuevo profesor comenzó a dar la clase. El tema versaba sobre los recursos estilísticos e inició la explicación de las anáforas. Su voz me raspó el oído: errónea y real, sin ningún nexo en común con su otra voz, la voz de sus escritos, me decepcionó. Sin embargo yo seguía manteniendo los ojos tan abiertos al Dios que tenía enfrente que no advertid las notas de opinión de mis compañeros sobre el nuevo profesor. Al terminar la clase, que era la última, salieron pitando. El profesor se quedó elaborando una nueva lista con la que memorizar mejor los nombres de sus nuevos alumnos. Estos habían dejado el aula desierta, huérfano el silencio de papeles esparcidos en el recreo y una excepción, yo. Gabo alzó la vista y me observó como lo hacen las madres cuando deducen de forma irresoluta donde se encuentra marisco fresco: “Chico, te has tirado toda la clase mirando a las musarañas, ¿acaso te has enamorado?” 

Casi lo hago en ese mismo instante.