Cómo el tiempo de los sueños. Miranfú.
Caperucita en Manhattan.
Carmen Martín Gaite
Ayer, leí en un artículo
que los niños son los únicos que saben comportarse en Navidad. Son los que
creen, de verdad, que estas fechas poseen la importancia de la seriedad que
necesita todo misterio. Son los únicos con auténtica capacidad de creer. El
resto, nos engañamos. Aunque yo tenga un hechizo que leí en un libro mágico. Las
instrucciones son muy sencillas, pero tienen el poder de hacerte volver al
pasado, a nuestra infancia cuando
todavía éramos auténticos creyentes. Sólo hay un requisito imprescindible: cuánto
más cínico sea un adulto, más alto debe articular las palabras mágicas. ¡Miranfú!
Es por eso que nos duele madurar, porque cuanto más sarcasmo almacenamos, más
nos distanciamos de ese niño que fuimos, más necesitamos gritar. En realidad, a
nadie le gusta crecer, excepto a los niños. Pero los niños tienen un pequeño
defecto: se sienten inmortales, se creen y nos creen, a los adultos, seres infinitos
en donde el tiempo apenas cobra importancia hasta que la conciencia los
despierta y los hace darse cuenta de la suerte de contar con la familia y los
amigos. Es en ese instante, en el despertar de la conciencia, cuando algunos de
los niños se convierten en niños de
verdad. Otros, la mayoría, se disfrazan de adultos. Como niño de verdad, --no podría ser de otra
forma porque me dan miedo los payasos--, tengo la suerte de contar con una gran
familia donde las rencillas entre cuñadas, primos y hermanos vuelan con más
cariño que malicia. Tengo la suerte, además, de contar con mis amigos. Ellos albergan
mi memoria, mis momentos más felices, al igual que yo conservo un pedazo de los
suyos. Éste es el secreto de la Navidad, el recuerdo de todos estos instantes,
el darse cuenta de lo afortunados que somos. Y ese sentimiento pertenece sólo a
los niños de verdad. Quizás también
pertenezca a los adultos, pero éstos se preocupan demasiado en ocultarlo,
porque tienen miedo de perderlo, o miedo a que se les queme el pavo. Yo también
lo tengo: a veces me disfrazo de adulto porque queda guay ser mayor y conducir
un coche. No obstante, estas navidades he decidido hechizarme con la palabra
más mágica del mundo. Para que funcione bien debes cerrar los ojos con mucha
fuerza hasta que duelan los párpados y enunciar (según tu nivel de cinismo) en
voz alta ¡Miranfuuuu! Es la única fórmula de curar a los adultos y convertirlos
en niños de verdad. Y como niño de verdad tampoco es que me sienta
más especial ni inteligente, ni más ingenioso, ni gracioso, ni siquiera más
juguetón. Tampoco me desvivo por nadie: sigo siendo el de siempre. Pero algo ha cambiado, pues cuando observo mí
alrededor y constato el cariño que muchas personas me tienen, no puedo hacer
otra cosa que sentirme afortunado e injustamente feliz. ¡Miranfuuuuu!
Feliz Navidad