martes, 17 de noviembre de 2009

La medusa que le picó a una cobra

(Me apetecía publicar este poema)

En la distancia también se cosen hilos,

se mandan los novios cartas de ausencias

que ya no encuentran en el tiempo perdido

la placita de una arruga sin pasar de largo.

El reloj camina indiferente a los actos,

A tus actos de teatro tímido, escondido

detrás de la cortina o de un telón gastado

que ya no puede abrirse ante el público

(ante mis siestas)

Porque la arruga y el reloj van de la mano

agujas que rayan la piel y el tiempo

descosiendo la madeja de una abuela en la butaca

de una infancia de recuperación quimérica.

(canicas, castillos de arena, casitas de lego).

Si no es posible releer las notas adolescentes

que se quemaron en el Fahrenheit de los olvidos casuales

al menos echemos la culpa al cuco atropellado

o a las perennes sirenas de recreos que murieron

(que no avisaron que detrás de una esquina

se escondía lo irrecuperable)

Sentar y caer entre las rodillas invisibles

cual viejo que acaricia la niñez

y le desnuda la conciencia

letalmente

como estallando en la alfombra de un mar de clavos

asesinos de pompas ilusorias.

Porque los juegos caducos tienen un precio:

veneno de la medusa que le picó a una cobra

para desvanecerse después solito en la esquina de una acera

y que pasen frente a ti los viandantes como el viento

(como si nada).

jueves, 12 de noviembre de 2009

Lola Buendía López, Los Valles Olvidados


El 10 de noviembre, dentro de la biblioteca pública de Arroyo de la Miel, Lola Buendía convirtió aquel edificio de historias encerradas bajo el papel en un lugar donde las letras cobraron voz propia, donde la literatura desnuda mostró una parte de su belleza más amplia: la comunicación entre los lectores y el autor. Los Valles Olvidados fue presentado primeramente por la Concejala de Cultura y la directora de la Biblioteca. Después, Ramón Alcaraz, director del taller literario El Desván de la Memoria nos habló de la escritura y también del goce que sentía al haber sido, como profesor, testigo directo del acto de creación. Luego nos deleitó con el hermoso prólogo que le ha dedicado a su alumna Lola. Por último la autora nos leyó algunos episodios interesantes del libro y aclaró las dudas a algunos de los presentes, que éramos muchos. Genial presentación para un libro todavía mejor.

Si desean más información de la autora o como conseguir el libro podéis entrar en el blog de la autora: BAJO MI OLIVO.




La autora nos invita a leer uno de los capítulos del libro


María

María tiene el cuerpo maduro y la mente de ángel inocente; está llena de un misterio descosido de la realidad, porque vive alejada del mundo y hasta de sí misma, enfrascada en la atención que le procuran los otros seres naturales y que le roban casi todo su tiempo y energías.

María nació con una gracia que le permitía comprender y sentir los amores y penas de los animales, las plantas y hasta de las piedras y de las estrellas, que para ella eran de la misma naturaleza que las de los demás seres del mundo.

Es la hija mayor de Anselmo, el pastor, y la que se levanta más temprano para ir a la fuente de la Canaleja a por un cántaro de agua para que su padre se lave, después sigue con sus tareas: dar careo a las gallinas para que picoteen algún gusano incauto, arrimar una piña al rescoldo para avivar el fuego, lavar la ropa en el pilón…, y así hasta la caída del sol. A esa hora desamarraba a las dos marranas que hociqueaban bajo las encinas y les daba suelta cuando percibía que ansiaban un macho. Anselmo había sido el gran descubridor de las leyes de la genética, desconocidas para los pastores y para él mismo en aquellos serratos, y se jactaba de que si una marrana blanca se cruzaba con un jabalí daría unas crías que valdrían más y sus jamones tendrían mejor sabor.

María, siguiendo su instinto, guiaba a sus hembras hacia los caminos donde las marcas de los árboles habían dejado una carta de presentación de uno de estos machos ásperos y salvajes, y podía oler su piel erizada e impregnada de ansiosa lujuria. Los jabalíes, que merodeaban emboscados, se dejaban engañar por estas hembras groseras y perezosas que aprovechaban la oscuridad y la ofuscación de sus congéneres evolucionados para que las dejaran preñadas. Luego, confirmando el saber del pastor, los lugareños asistían al nacimiento de unas crías híbridas con rayones en la espalda del color de algunos melones.

María realizaba estas y otras tareas sin rechistar, sin descomponer su cara dulcísima, porque su alma seguía intacta, sin desgastarse en arrebatos, pasos adelante y pasos que desandar. Su mente sin embargo era viajera y solía divagar hacia el territorio de los sueños. Permanecía absorta contemplando las estrellas, el deshilachado de las nubes o los aleteos de los gorriones en los olivos del camino.

Al termino del día, se dirigía a las orillas del pantano a dar de comer a las truchas. Iba desmigando un pedazo de pan y arrojándolo al agua para obligar a los peces a bailar para ella en las curvilíneas pistas que se formaban en el diamantino espejo. Miles de insectos se aferraban en los tallos de los juncos de la ribera y María percibía a los funámbulos absorbiendo las gotitas con las que nutrían sus cuerpos. Sabía cuándo una yegua había tenido trato con el caballo porque sentía blandos y calientes los ollares del animal y no se resistían al bocado. Era capaz de adivinar el palpitar de la nueva vida nada más palpar su panza y escuchar el gemido de las semillas en el instante en que se desmembraban para engendrar otro ser vegetal. Todo esto y mucho más era el patrimonio con el que había nacido la hija mayor de Anselmo, pero tan ignorado por él que nunca comprendió por qué la joven se marchó un día de la casa.

Con qué o quién soñaba la joven enajenada nadie lo sabía. Ella no conocía el amor de la carne de un hombre, pero en sus sueños siempre se hacía presente Ángel, el pastor del otro lado de la huerta de la Canaleja. María veía elevarse el humo de la chimenea de la casa del joven y adivinaba que sus hermanas le estaban preparando el almuerzo mañanero, y le llegaban oleadas a jara y romero, ese olor que emanaba de las ropas del muchacho y del que no pudo librarse desde que bailó con él en la fiesta de San Juan.

Que después no se vieran más, a pesar de la cercanía, era una ley cazurra de desavenencias entre los padres de ambos por una cuestión de lindes. Cuando María y Ángel se volvieron a encontrar en el siguiente solsticio, éste ya había entregado su cuerpo y su alma a Jana, la extranjera de cabellos color de paja como la que se agavillaba en la era.

Un día María desapareció carretera adelante siguiendo la Vía Láctea hasta que roló al Noreste. Le habían dicho en el mercado que en aquellas tierras ofrecían oportunidades a la medida de sus sueños. Tomó un autobús en el pueblo y viajó toda una jornada hasta que el vehículo se detuvo y vomitó a los viajeros.

El rastro de María se perdió durante las cuatro estaciones siguientes. En la primavera del año de la gran sequía, María volvió a casa de sus padres: enferma de alma, perdida la inocencia y perdido el don misterioso de comprender y compartir el pulso de la creación con el que había sido alumbrada.

sábado, 7 de noviembre de 2009

El lugar desde donde escribo

Escribo desde la sed, desde el ansia de encontrar algo. Lo busco con las manos, con los ojos miopes, con la nariz tapiada, con el sueño entrecortado y sólo lo encuentro en las letras negras acumuladas de la pantalla del ordenador. Es un momento febril, inocuo. Es un lugar bello pues corrompe el alma para hacerla todavía más sutil más alegre más triste más asentada en el tiempo en el que vive. Escribo desde la insensatez de un excrescencia urbanística, desde un pueblo destrozado por la ambición y amortiguado con el milagro del ocio y la apatía. Escribo desde este lugar feo y paradisíaco, paraíso todavía no perdido pues el mar continúa inalterable dirigiendo el sentido de nuestros pasos, de mis pasos incesantes que no restan un segundo al tiempo para que él me pueda pillar. Escribo desde un lugar, desde un pensamiento, un sentimiento, una necesidad. Escribo siempre desde la prontitud la urgencia el mecanismo alegre de la precipitación, ingenuidad juvenil todavía no vieja. Escribo desde hace mucho, y nada sigue igual, nada permanece como está. Cambia hasta el color de las piedras y solamente la escritura logra estar quieta, letra solitaria extraída desde el interior de su propio huracán de ideas, de formulas extrañas sin sentido, de imágenes millonarias que no dependen del tiempo sino del otro que escucha, lee el estridente sonido de mis letras. Escribo para alcanzar otras mentes, otros mundos.

Juan Manuel Rodríguez de Sousa

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Si quieres conocer más lugares, te presento a Ardilla, la guía local de esta semana.