Como todos los días, mi gato se acuesta sobre mi brazo, después se duermen sus ojos y mis dedos. Me encanta. Me encanta sentir su ronroneo, hablar con él a través de sus maullidos y despertarlo en sueños. Sentir el peso de su cuerpo. Mostrándome que al menos él sigue siendo el mismo ceporro de siempre. Porque las cosas, los años, cambian. Me hacen mudar de una piel a otra, escurrirme tan adentro que, cuando alcanzo a mirar en el espejo, sólo oigo un murmullo, un reflejo de la canción que fui. Años. Es así como uno se percata de estar regalando la juventud por la vejez. Y el único camino que encuentro para invertir el proceso es huir al país de los primeros años, porque sólo siendo niño soy capaz de aprehender nuevas sensaciones. Porque solo siendo niño mantengo la posibilidad de la esperanza. Claro que no es fácil. No es fácil ser niño cuando sé es adulto. Aunque antes de ahogarme en el lago de la siniestra indiferencia, prefiero correr el riesgo de romperme las cuerdas vocales, las piernas o los recuerdos mientras intento deslizarme por un tobogán de color azul.
Feliz MMXI