Blog de J. M. Rodríguez de Sousa
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viernes, 19 de diciembre de 2014
sábado, 19 de abril de 2014
Cómo conocí a Gabriel García Márquez
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”
Todavía recuerdo la mañana en la que adquirí su primer libro. Estaba cursando tercero de ESO (Educación Secundaria Obligatoria). Vivía en Benalmádena y estudiaba en el instituto Cerro del Viento. Tenía 14 años. Los profesores habían organizado una pequeña Feria del Libro en la biblioteca. A mí, por aquel entonces, me encantaba leer. Justo por aquella época estaba enfrascado con Tolkien. Era una historia tan inmensa, tanto por contenido como por continente, que logró proporcionarme todos los anclajes posibles para seguir enganchado a la Tierra Media. También, por esta misma época, leía mucha literatura romántica. Leí varios relatos de Danielle Steel, Rosamunde Pilcher, o Barbara Wood. Ya lo sé, no pegan, ¿qué hace un adolescente friki de El Señor de los Anillos absorbiendo viejas glorias de la novela rosa? Siempre he sido muy ecléctico, y no tengo prejuicios contra nada ni nadie. Y así fue como llegó Gabriel García Márquez.
Aquel día de abril, la biblioteca estaba radiante, la luz se filtraba por las ventanas con una fuerza de retoño, como cuando nacen los brotes nuevos de la primavera. Era una modesta pero muy asequible y bien distribuida Feria del Libro. Los profes sabían poner sus dotes literarias y de ventas porque tengo constancia de que compré otras obras, quizás alguna de Lucía Etxebarría o Almudena Grandes que solían distraerme entre mundos fantásticos y pasajes de amores imposibles. Pero el único que recuerdo y que, ahora tengo en mis manos, es el de Cien Años de Soledad. Fue un primer flechazo, pues descansé la mirada sobre su cubierta sin reconocer al autor. Huelga decir que la edición del libro era y es muy bonita, el título, en negro con fondo beige. Justo arriba, en azul claro, el nombre del autor. Abajo, en la parte derecha, un dibujo de un indio de rasgos americanos atraviesa una selva; de cubierta bella y sencilla, el lomo está forrado por una especie de telita verde que lo hace muy agradable al tacto. Lo prendí embaucado por la belleza de su forma, desconociendo que había firmado un contrato de permanencia con aquel acto, un matrimonio indisoluble que todavía aún sigue consumándose. Y como en todo flechazo, existió un hada, a quien le estoy eternamente agradecido. Fue ella quien me lo presentó cuando lo hojeaba entre mis manos. Fue una recomendación espontánea: “ese es un libro maravilloso aunque podría ser un poco espeso, sobre todo por los nombres de los familiares que aparecen durante el relato”. Era Elena, mi profesora de Lengua y Literatura. Una mujer maravillosa, desbordaba candidez, y amor por las palabras que nos infundía a través de su voz e inteligencia. Es difícil, ahora que lo pienso con un poco de retrospectiva, que en unas clases de hormonados adolescentes suceda eso, pero es verdad que con el tiempo uno tiende a idealizar, o como decía el mismo Gabo:
“La vida no es lo que uno vive sino como lo Recuerda y Como lo recuerda para Contarlo.”
Y las clases de Elena eran geniales. Ella, quizás sin saberlo, me dio el empujón para comprar el libro. Después, al terminar la hora del recreo, lo guardé y en clase de matemáticas lo saqué para echarle un vistazo. Recuerdo que, justo a mi lado, estaba sentado mi compañero Manu. Cuando vio los libros que había conseguido, me pidió prestado el de Cien Años de Soledad. Y comenzamos a leerlo juntos, disfrutando de la literatura y adentrándonos en el mágico Macondo en plena clase de matemáticas. En la siguiente hora, coincidió que teníamos Lengua y Literatura, y nada más ver a Elena, dejé de leer. Al final de la clase, pilló a mi compañero enfrascado en el libro, que había continuado con él sin avergonzarse. Se acercó a nosotros y comenzó a introducirnos en la historia, en la forma de escribir del autor. Nos dio a entender que lo mejor estaba por llegar, y nos previno del lio proverbial de nombres propios. Algunas ediciones --nos dijo-- vienen con un árbol genealógico incorporado. Ya por la tarde, tranquilo y tras echarme una buena siesta, me puse a leerlo. Al día siguiente, no podía pensar en otra cosa. Macondo iba entrando en mis venas cada tarde, sucesivamente. No sé cuánto tiempo tardé en leerlo, pero sí tengo calcada la sensación de un final extraordinario.
“Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.”
Cómo llegar a ese final, tan nítidamente marcado en mi memoria, fue lo que me empujó a releer por tanto no ignoraba que muchos detalles se me habían escapado. Durante años, fui releyendo el libro, y ampliando aún más el mundo que había creado el genio con sus otras novelas. Aprendí mucho, me conocí a mí mismo y me inspiró en la escritura. Porque no sólo las historias me emocionaban. Con el tiempo, empecé a descubrir su estilo. Y no faltó intento para pretender ser igual que él. Escribir con el mismo ingenio y habilidad. Era claramente un deseo oculto de adolescente de catorce años. Una gillipollez. Además, si tengo que decirlo, no era muy diestro en esto de contar, era más bien torpe y no figuraba en las quinielas como promesa joven de la retórica. Aun así, cada vez que algo suyo caía en mis manos, se me despertaba la avidez de escribir, tanto con más voluntad que la vez anterior. Era una lucha continua pues sus otros libros fueron llegando, aunque siempre acabo por echarle un vistazo al origen del universo, a mis catorce años. Cien Años de Soledad me abrió las puertas a otra clase de literatura, a otro nivel y también me encaminó a esto que tanto me gusta: la escritura. Y sí, puedo decir que conocí a Gabo, lo conocí en sus historias, en sus escritos, pero también lo conocí en sueños: tuve la oportunidad de hablar con él. Curioso, en ese sueño, reescrito aquí, sustituía a mi profesora de literatura por un Márquez de edad mayor y con despierta inteligencia. Este el resultado de combatir el olvido de un sueño:
Hace unos años, en un día indeterminado de instituto, la profesora de Lengua y Literatura faltó a clase. Mis compañeros empezaban a forjar una sonrisa risueña mientras los rayos del sol se colaban y bailaban por las mesas. Las hormigas daban a entender al mundo que nuestra profesora no volvería en mucho tiempo y que, dada la magnitud del desastre, habría que solucionarlo. Las voces de las niñas se mudaban de un lado para otro y las tizas dibujaron figuras obscenas en la pizarra gracias a la ausencia de autoridad que sufría la clase. Hasta que un aura de extraña realidad se apoderó de la estancia al tiempo que entraba un hombre mayor con bigote gris y pelo rizado. Sonreía como si estuviera a punto de contar un chiste muy largo. Al principio nadie pareció reconocerlo, pero yo, amante de la literatura estaba alucinado, muerto. Llegué a creer que le di una pésima primera impresión pues, cuando viró sus ojos hacía el pupitre donde estaba sentado, se topó con mi mirada perdida, una cara de bobo que le proporcionaron la información suficiente para catalogarme como el tonto de la clase, o al menos, el que no se entera de nada. Escribió su nombre en la pizarra y todos quedaron también inermes, pero no asombrados: ¡Nadie sabía de quién se trataba! Yo por aquel entonces sólo había leído cinco de sus novelas. Me alucinó aquella forma de describir un mundo repleto de personajes mágicos, las frases magistrales que parecían sonar al pasear mi lectura entre sus letras y el carácter primigenio de sus relatos. Quedé atrapado entre su universo y el aula, entre sus facciones y las portadas de los libros. Asido a un bucle de visiones que justo paró cuando el nuevo profesor comenzó a dar la clase. El tema versaba sobre los recursos estilísticos e inició la explicación de las anáforas. Su voz me raspó el oído: errónea y real, sin ningún nexo en común con su otra voz, la voz de sus escritos, me decepcionó. Sin embargo yo seguía manteniendo los ojos tan abiertos al Dios que tenía enfrente que no advertid las notas de opinión de mis compañeros sobre el nuevo profesor. Al terminar la clase, que era la última, salieron pitando. El profesor se quedó elaborando una nueva lista con la que memorizar mejor los nombres de sus nuevos alumnos. Estos habían dejado el aula desierta, huérfano el silencio de papeles esparcidos en el recreo y una excepción, yo. Gabo alzó la vista y me observó como lo hacen las madres cuando deducen de forma irresoluta donde se encuentra marisco fresco: “Chico, te has tirado toda la clase mirando a las musarañas, ¿acaso te has enamorado?”
Casi lo hago en ese mismo instante.
miércoles, 16 de octubre de 2013
El fallo
La cosa es que poseía una habilidad innata para
perder. De pequeño nunca ganó un partido de fútbol, ni siquiera cuando su padre
se dejaba ganar, lo hacía. Optó por el tenis individual, al menos conservaba a
sus amigos, que no lo dejaban entrar en ningún equipo. Ya de mayor, sin suerte
en las entrevistas de trabajo, decidió —por qué no— hacerse escritor, total,
siempre había oído que eran unos perdedores. Con el tiempo, aprendió a juntar
palabras con una habilidad extraordinaria, pero no obtenía el reconocimiento
deseado en los certámenes ni en las editoriales a las que se presentaba. Hasta hoy,
que recibió una llamada. Enhorabuena, le comunicamos que es el ganador, el
fallo del certamen ha sido publicado esta mañana. Cuando colgó, saltó por los
aires y llamó a sus amigos, que tampoco se lo creían. Al volver a casa, después
de celebrarlo y gastarse el premio por adelantado, vio parpadear la luz del
contestador. Señor, espero no molestarle, me temo que hemos fallado.
Microrrelato publicado en el libro "Conseguir los sueños" 2012 Editorial Hipálage
sábado, 12 de octubre de 2013
Jodida Nacional
Me gustaría felicitar a todos los españoles, felicitarlos de
corazón. Pero soy incapaz. Soy incapaz
de adivinar qué coño hay que celebrar. Preferiría, más que celebrar, joder. Sí,
coño, ¡Joder! Joder a los mamones banqueros, a los políticos corruptos, a los
empresarios estafadores, a los trabajadores incompetentes, a los
ladrones sindicalistas... Qué se jodan todos ellos. Hoy celebramos el día de la Jodida
Nacional. A ver si de este modo nos enteramos cómo salir de aquí, de la puta mierda. Pero
bueno, como la tradición manda, después de joder y desear a media España que se
empale cruces de pimienta, la verdad, sea dicha, hay cosas por la que
alegrarse. Así, que, españoles, no desesperéis, reíd y seguid luchando por esta
nuestra tierra de la que yo, varias veces al día, me siento particularmente orgulloso
de pertenecer. ¡Felicidades Jodidos! (A los que joden, que se vayan a
tomar por culo).
sábado, 28 de enero de 2012
Acusación contra la Reserva Federal, Murray N. Rothbard
Le dedico este post a Mark de Zabaleta
“No hay pan, para
tanto chorizo”. 15M
Tengo que
reconocer que me apasiona la macroeconomía. Me quedo embobado ante gráficas,
datos, números... Me ocurre desde chico, desde que aprendí a leer, en el
periódico Sur, la situación de la bolsa y el incremento o descenso de los
precios del oro, la plata y el cobre. O incluso del estado de los embalses.
Costumbre que sigo manteniendo, aunque no a través del periódico, sino de
Internet. Hoy, estoy entretenido (en vez de estudiar para los exámenes de
febrero) con este libro que explica la dinámica del dinero actual. “Acusación contra la Reserva Federal” En concreto, nos detalla la situación monetaria estadounidense aunque dicha explicación podría
extenderse también a Europa y al mundo. Recomiendo su lectura. Especialmente interesante me han parecido los capítulos de "Génesis del dinero" "Inflación y falsificación monetaria" y "Falsificación legalizada". No es que esté de
acuerdo con todo lo que Murray Rothbard escribe, pero existen razonamientos puros y que
trasladan una verdad incontestable por la aristocracia económica que —tiraniza—
impera en nuestros días. Una conclusión (de las muchas a las que he llegado):
este texto posee mucha más razón y poder de protesta que la mayoría del 15M.
viernes, 13 de enero de 2012
Carta dictada en pensamiento
Llego tarde para la conferencia de los jueveros, pero tenía a las musas traviesas.
Church of the Ascension, New York, 2011.
Habías
crecido protegiéndome de los peligros del mundo. Sin embargo, no puedes golpear
a este enemigo con el puño. No lo puedes derrotar, sólo nos queda descansar en
el silencio; recordar nuestro primer beso en el recreo, nuestras miradas entre
los árboles del patio y los primeros impulsos que desfogamos en la playa con el
bañador mojado. ¿Estás ahí? Abrázame, deja que nos palpemos, quizás recuperemos
aquella instantánea de Madrid cuando todavía nos queríamos, cuando solías leer
novelas de misterio. Aunque ahora el misterio no importe pues, el asesino, está
descubierto. Sólo nos resta el tiempo, las horas, los días que nos regale la
suerte de este final inesperado. No te rindas, no dejes de revolcarme en tu
cama, de filtrar la oscuridad con tus ojos. Sígueme en la oscuridad, gatea hasta
mis manos y soñemos con el futuro cierto y finito del mundo en la inmensidad del nuestro.
jueves, 5 de enero de 2012
lunes, 2 de enero de 2012
Vagabundo
A Miguel
Una
vez conocí a un viejo en la puerta de una iglesia. Un pequeño vagabundo con
bastón que veía pasar, al tiempo, entre el danzar de las palomas del parque. Le
confesé mi tristeza, que caminaba como él, sin esperar llegar a casa, sin esperar
el reclamo de nadie. Le confesé que yo también sonreía a los periódicos del
suelo, que yo también tenía la costumbre de recoger las revistas en las
oficinas de turismo, de ofrecer caramelos a los niños a cambio de su sonrisa. Entonces
me contó una historia, su historia escrita de memoria con imágenes dibujadas
por sus manos en el aire. Castillos de arena derribados con el vendaval de
alcohol y siestas. Siniestro paisaje donde la luz quemaba y la lluvia no era de
abril sino de octubre: fría y desgajada entre nubes rotas. Amores lejanos. Cuando
concluyó lo dejé tendido en una nube de cartulina, soñando con una ducha caliente, con la piel limpia,
con el olor a jabón, a natillas recién hechas. Soñaba que tenía un sofá rosa y
un móvil moderno.
Una
vez conocí a un viejo en la puerta de una iglesia. La diferencia, entre él y yo,
es que yo aún sigo con vida.
sábado, 24 de diciembre de 2011
Los niños de verdad
Cómo el tiempo de los sueños. Miranfú.
Caperucita en Manhattan.
Carmen Martín Gaite
Ayer, leí en un artículo
que los niños son los únicos que saben comportarse en Navidad. Son los que
creen, de verdad, que estas fechas poseen la importancia de la seriedad que
necesita todo misterio. Son los únicos con auténtica capacidad de creer. El
resto, nos engañamos. Aunque yo tenga un hechizo que leí en un libro mágico. Las
instrucciones son muy sencillas, pero tienen el poder de hacerte volver al
pasado, a nuestra infancia cuando
todavía éramos auténticos creyentes. Sólo hay un requisito imprescindible: cuánto
más cínico sea un adulto, más alto debe articular las palabras mágicas. ¡Miranfú!
Es por eso que nos duele madurar, porque cuanto más sarcasmo almacenamos, más
nos distanciamos de ese niño que fuimos, más necesitamos gritar. En realidad, a
nadie le gusta crecer, excepto a los niños. Pero los niños tienen un pequeño
defecto: se sienten inmortales, se creen y nos creen, a los adultos, seres infinitos
en donde el tiempo apenas cobra importancia hasta que la conciencia los
despierta y los hace darse cuenta de la suerte de contar con la familia y los
amigos. Es en ese instante, en el despertar de la conciencia, cuando algunos de
los niños se convierten en niños de
verdad. Otros, la mayoría, se disfrazan de adultos. Como niño de verdad, --no podría ser de otra
forma porque me dan miedo los payasos--, tengo la suerte de contar con una gran
familia donde las rencillas entre cuñadas, primos y hermanos vuelan con más
cariño que malicia. Tengo la suerte, además, de contar con mis amigos. Ellos albergan
mi memoria, mis momentos más felices, al igual que yo conservo un pedazo de los
suyos. Éste es el secreto de la Navidad, el recuerdo de todos estos instantes,
el darse cuenta de lo afortunados que somos. Y ese sentimiento pertenece sólo a
los niños de verdad. Quizás también
pertenezca a los adultos, pero éstos se preocupan demasiado en ocultarlo,
porque tienen miedo de perderlo, o miedo a que se les queme el pavo. Yo también
lo tengo: a veces me disfrazo de adulto porque queda guay ser mayor y conducir
un coche. No obstante, estas navidades he decidido hechizarme con la palabra
más mágica del mundo. Para que funcione bien debes cerrar los ojos con mucha
fuerza hasta que duelan los párpados y enunciar (según tu nivel de cinismo) en
voz alta ¡Miranfuuuu! Es la única fórmula de curar a los adultos y convertirlos
en niños de verdad. Y como niño de verdad tampoco es que me sienta
más especial ni inteligente, ni más ingenioso, ni gracioso, ni siquiera más
juguetón. Tampoco me desvivo por nadie: sigo siendo el de siempre. Pero algo ha cambiado, pues cuando observo mí
alrededor y constato el cariño que muchas personas me tienen, no puedo hacer
otra cosa que sentirme afortunado e injustamente feliz. ¡Miranfuuuuu!
Feliz Navidad
jueves, 22 de diciembre de 2011
Lotería de Navidad
“Hay una costumbre que voy a tomar a partir
de ahora, y es la de comenzar la navidad el 22 de diciembre de cada año”. Eso fue lo que pensé un día cuando apenas tenía
uso de razón. Si es que lo llegué a pensar. Y es que siempre, desde chiquitin,
cogía un manta, encendía la tele y ponía la uno. Me levantaba muy temprano para
oír desde el primer hasta el último de los números. Aunque yo no llevara
ninguno. Ahora, con la edad de siete años, mi abuela me compra todos los años
una participación de la iglesia del Buen Consejo, y mi padre me anota los números
que él ha comprado para que esté atento y sin pestañear. Cuando el sorteo acaba,
mi abuela, que había estado haciéndome compaña
desde el sillón y roncando como lo haría Batman, se despierta y me pregunta qué
si ha salido el gordo. Y es entonces cuando, desde ese preciso momento, decido establecer una nueva costumbre: a partir de este año,
devolveré los décimos sin premiar. Total, están sin usar y para qué los quiere uno.
Feliz Navidad
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